Color del Otoño
“Cuando te veas a ti mismo
haciendo las cosas que tú
haces
habrás alcanzado tu
identidad.”
Gurdjieff
Salto de la cama y me visto con lo primero
que encuentro. Voy a la habitación del abuelo. Hace rato que está despierto
escuchando todos los informativos que pasan por la radio mientras toma todos
los mates que le traen. Sentado en la cama mira hacia el patio por los grandes
vidrios de la puerta. Lo saludo con un beso y me dirijo hacia la puerta a mirar
el patio cubierto de hojas secas que caen de los parrales.
-Hoy comienza el otoño –dice-, un otoño
menos.
-Un otoño más, abuelo -digo, sin mirarlo.
-Para vos un otoño más, para mí uno menos-
dice sin dejar de mirar hacia el patio.
Lo miro para preguntarle qué quiere decir eso
que dijo pero lo veo con los ojos cerrados como si pensara y no me animo.
Las hojas caen, las hojas crujen y las que
están en el suelo se mueven todas hacia un rincón donde crujen juntas hasta que
un gorrión cae sobre ellas y las revuelve. El viento revuelve las hojas y las
plumas del gorrión.
Hago un recuadro sobre el vidrio empañado y
lo limpio.
-En la plaza hay un viejo que pinta cuadros -digo.
-¡”San Valentín”! -dice. Se llama Valentín
Cribelli, pero le dicen “San Valentín”. Muchas veces estuvimos conversando.
Nunca se quiso jubilar.
-¿Por qué le dicen “San Valentín” -le
pregunto y me acerco a la cama.
-Le pusimos “San Valentín” porque insiste que
hay un Evangelio con ese nombre. Siempre habla de lo que dice ese Evangelio, lo
sabe de memoria. Es una buena persona, pinta cuadros y es también fotógrafo.
Cuenta que nunca fue a un médico y que se cura solo, pensando. Por magnetismo,
dice. Se concentra y chau, se le van los achaques.
Miro al abuelo como pidiéndole que me explique
mejor lo que está diciendo y parece que va a agregar algo pero suspira y cierra
los ojos. Pasan unos instantes y abre los ojos.
-Es un asunto largo y difícil. Todavía no
podés entenderlo.
Voy hacia la puerta donde está el recuadro
que hice en el vidrio: el perro me mira a través de él, con las orejas alzadas
y la lengua afuera de la boca. “San Valentín” pinta cuadros.
Abro y me voy corriendo hacia la plaza. El
viejo está pintando sentado en la escalinata de piedra del monumento a Urquiza.
Más arriba, bien alto, el Gral. Urquiza está sentado sobre un caballo de cabeza
cuadrada y patas gruesas y cortas. Me siento al lado de “San Valentín”, pero un
escalón arriba.
II
Tres mañanas seguidas que vengo a sentarme
aquí, sobre esta escalinata, a observar cómo pinta “San Valentín”, mientras su
pincel va desde la paleta recogiendo colores hasta el lugar en la tela blanca
que elige para cubrir. La tela se va llenando lentamente. Mis ojos siguen
atentos las piruetas del pincel. Pero no coloca sobre la tela los colores que
se ven en el paisaje. Pone colores distintos a los que yo veo que tienen las
cosas.
Tres mañanas seguidas, sin que yo hable, sin
que él hable, mirándonos cada tanto, cuando gira su cabeza y comprueba que
estoy allí. Me gustaría pintar así. Cada día me gusta más pintar. Tengo en mi
bolsillo un dibujo que le hice a mi perro y quisiera mostrárselo. Pero no me
habla aunque presiento que lo va a hacer en cualquier momento.
-¿De qué color es el otoño? -dice, por fin,
sin mirarme.
Sorprendido y confuso no sé qué contestar.
Busco nervioso algo para decirle y no encuentro qué. Y “San Valentín” sonríe
moviendo la cabeza.
Tres mañana seguidas hace que vengo a
sentarme aquí, sobre esta escalinata de piedra a observar cómo va llenando con
colores que no entiendo porque no son los mismos que tienen las cosas. Pero hoy
me habló; me preguntó de qué color es el otoño y no supe responder.
¿Cuál será el color del otoño?
III
A “San Valentín” le cuento muchas cosas que
sueño, y otras que hablo con él luego las sueño. Pregunté acerca del color del
otoño pero me dieron respuestas distintas. Nadie me respondió con claridad
sobre el asunto. Perece que es algo difícil de decir.
Es cierto que descuidé bastante la escuela
para ir a hablar con él y ver cómo pinta; cómo los colores se mezclan y
aparecen otras distintos; sin embargo, éstos no son iguales a las cosas de la
plaza y a las caras y las ropas de la gente. Ahora sueño todo en colores y
cuando me despierto parece que todo lo que soñé fueran cuadros y algunos los
dibujo y los pinto con una caja de
acuarelas que me regalaron.
Cuando me llevan a pasear, voy fijándome los
colores de todo para luego contarle a “San Valentín”. Entonces me viene la idea
de que miento, porque nunca le digo la verdad de los colores que vi, siempre
los cambio. No sé por qué, pero al final me olvido de los que vi y recuerdo muy
bien los que cuento a cambio. Varias veces estuve por decirle esto que me
ocurre, pero dudo ya de que no recuerdo los colores que eran en realidad y sólo
aparecen en mi memoria los que me decido a contarle. Únicamente éstos recuerdo.
“Los colores que uno pinta, nunca son los de
la realidad”, me dijo, y yo no pude contener un estremecimiento y una sensación
de tranquilidad.
“Los verdaderos colores son los que queremos
nosotros, los que sentimos que deben ser”, agregó.
Fue entonces que me animé a contarle que le
había mentido acerca de ese asunto y me sonrió, como aprobando lo que había
hacho. “Ya lo sabía”, dijo y allí empecé a creer que “San Valentín” me
adivinaba el pensamiento.
“Traé mañana dos dibujos iguales. Uno
pintando y el otro sin pintar pero me vas a mostrar sólo el que no está
pintado, el otro guárdalo hasta que yo te lo pida”.
Estaba esperando con el caballete vacío,
cuando llegué con el dibujo sin pintar en la mano. Lo ubicó sobre el caballete,
y abriendo la caja de las acuarelas comenzó a pintar.
Cuando terminó me pidió el que yo había
pintado y ante mi asombro sonrió. Los colores de los dos eran casi iguales.
“Te conozco, Evaristo, nos conocemos. Aunque
hablamos poco nos conocemos bien. Mañana yo voy a hacer lo mismo y vos vas a
pintar el que yo traiga sin pintar”.
Esa noche no dormí pensando cómo lo iba a
hacer, pero desfilaron tantos colores por mi cabeza que agotado me quedé
dormido sin resolver nada. Tampoco recuerdo haber soñado algo, ni siquiera con
algunos colores, nada.
A la mañana siguiente corrí a la plaza y
llegué casi sin aliento: en el caballete ya estaba el dibujo. A pesar de que
todo mi cuerpo temblaba, tomé el pincel y la caja de acuarelas y como si ya
supiera lo que tenía que hacer, pinté y pinté. Algo me impulsaba a elegir éste
y no aquel color o tono. Por fin, excitado y jadeante terminé el trabajo
pidiendo casi a gritos que diera su parecer.
Hizo un gesto como para calmarme y con
lentitud sacó su dibujo pintado y lo ubicó al lado del que yo había hecho.
Casi me pongo a llorar de rabia: eran
distintos, nada, ningún color se le parecía.
Dije que no servía para pintar, que nunca iba
a poder y por fin brotaron las lágrimas y todo se nubló.
“Son iguales, son iguales”, dijo y no hice
caso a lo que decía porque pensé que era para conformarme.
Esperó que me calmara un poco y luego tomó
las dos láminas, las puso ante mi vista y lentamente fue alejándose.
Cuando se detuvo, las dos láminas tenían los
mismos colores.
Eran iguales.
IV
Hoy salgo de casa con la bicicleta.
Pedaleando fuerte voy hacia la plaza. “San Valentín” está pintando en el mismo
lugar de siempre y allí me detengo frenando la bicicleta con el pie.
-La maestra le dijo a mi mamá que tengo que
sacar la cédula de identidad -le digo al viejo que coloca pinceladas color
carmín. Carmín dice la etiqueta del pomo que tiene en la mano.
-¿Cédula de identidad? -dice como si
preguntara a alguien. Después sonríe.
-Vas a tener que sacarte fotos. Tienen que
ser buenas fotos, bien contrastadas -dice y agrega:
-Yo te voy a sacar las fotos, Evaristo. Vas a
ver qué bien van a salir. Mañana vení a casa, de paso vas a ver muchos cuadros
míos y por supuesto la máquina para sacar fotos.
Hace rato que siento curiosidad por conocer
la casa de “San Valentín”. Mil veces traté de imaginarme todas las cosas que
debe tener. Tantas, que ya me olvidé de todo lo que pensé que habría en su
casa.
Subo a la bicicleta y comienzo a dar vueltas
alrededor de la plaza metiéndome entre los caminos que bordean los canteros,
luego tomo por la vereda exterior y allí acelero hasta sentir bien fuerte el
viento contra el pecho. Los plátanos pasan como sombras. Doy unas cuantas
vueltas y enfilo otra vez hacia el monumento donde está “San Valentín” con su
caballete y sus pinturas. Freno con el pie cruzado sobre la rueda delantera.
-Sabe que el médico que me cura dice que los
plátanos son los que provocan más ataques de asma -le digo y agrego:
-Y las almohadas de plumas y los plumeros.
-Así que el médico dice eso. Pues bien, yo te
aseguro que en este otoño no vas a tener ataques, Evaristo.
-¿Y cómo lo sabe? –pregunto inquieto y
contento por esa idea.
Deja el pincel en el frasco, pasa su brazo
sobre mi hombre y señala un plátano grande, el más grande de la plaza.
-Ellos no tienen la culpa de nada, y las
gallinas, pobrecitas, ¿te parece que pueden querer perjudicarte?
Miro el plátano que ahora parece más grande,
miro el suelo y creo ver a las gallinas corriendo al comedero a picar los
granos de maíz que le arroja la abuela, y a papá subiendo a una silla y sacando
el plumero que está arriba del ropero mientras el médico me mira fijo a través
de sus grandes anteojos de marcos negros y cuadrados y le ordena a mamá que
saque también las almohadas de plumas. Luego me coloca boca abajo y me aplica
la inyección.
Subo otra vez a la bicicleta y pedaleo veloz
alrededor de la plaza hasta que las piernas se acalambran y el pecho se agita.
A pesar del cansancio sigo con rabia y elijo las hojas secas que hay sobre el
camino y las voy pisando, sintiendo cómo crujen bajo las ruedas de la
bicicleta. De pronto las hojas parecen los anteojos del médico (como cuando se
le cayeron en la pieza) y ya cansado sigo pedaleando y pisando anteojos que
estallan y desaparecen. Este otoño no voy a tener asma, lo dijo “San Valentín”
y los plátanos y las plumas no tienen la culpa.
V
Es de día pero parece que estuviera
anocheciendo. La tormenta oscurece todo. De los árboles siguen cayendo hojas,
secas y arrugadas. Los gorriones están callados, ni se les ve, ni se les
escucha.
La casa de “San Valentín” está cubierta de
hierbas. Golpeo la puerta de entrada y en ese instante se me ocurre la idea de
que él es mejor maestro que los de la escuela.
Por fin se abre la puerta apareciendo su
figura iluminada desde atrás. Quedo un poco confuso porque su cabeza parece que
resplandeciera. Luego entro.
Corre desde un rincón una gran mecedora y
señala para que tome asiento en ella. El se ubica detrás de una mesa con mantel
verde de paño lenci. Sobre ella hay una estatua que representa un hombre
sentado.
-Es buda –dice- , ya lo vas a conocer, no hay
apuro. Para mucha gente es como nuestro Jesucristo.
Detrás de “San Valentín”, sobre
la pared, hay un cuadro muy grande con hombres que caminan con los ojos
cerrados.
-Caminan dormidos -digo señalando el cuadro.
Se queda pensando y por fin dice:
-¿Nunca te llevaron por delante en la calle,
Evaristo?
Me refiero
a gente grande.
-Sí –digo-, cada tanto alguien me lleva por
delante. Siempre tengo que apartarme yo, parece que no me vieran.
-Eso, eso es gente dormida. Y se molesta si
alguien los despierta. Son capaces de insultar y hacerte responsable. Agreden a
quienes los sacan de sus sueños.
-Pero no están dormidos como en la cama -digo.
-No como en la cama, pero es algo parecido.
Duermen cuando tendrían que estar despiertos y atentos a lo que pesa alrededor.
Son como máquinas que van de aquí para allá. Como automóviles manejados quién
sabe por qué y por quién.
No entiendo casi nada de lo
que dice, pero algo tiene de razón, porque a mí me han atropellado.
-Una vez le pregunte a un señor el nombre de
una calle, me clavó la mirada y siguió de largo sin responderme –le cuento.
-¡ Ah está!, para esa gente vos sos un
arbolito insignificante, algo que no vale la pena. No piensan que los árboles
grandes antes fueron arbolitos. Por eso te digo que están dormidos. Créeme que
es así.
Me levanto de la mecedora y
empiezo a mirar los cuadros que están colgados en las paredes. Están todas llenas de cuadros. Atrae mi atención
uno que parece una telaraña gigante. Con la yema de los dedos recorro las
líneas que se entrecruzan y me acuerdo de algo.
-Hay un amigo mío, Victor se llama, que
siempre dice que la gente se entrecruza como una telaraña. Hay que atarles un
hilo y dejar que desovillen hasta que todos se queden enredados en ella. Solos
se quedan enredados –digo y respiro hondo para recuperar aire.
-Así es, así es, Evaristo -dice y me empuja
suavemente hacia otro lugar.
Hacia una habitación casi vacía. Allí está,
sobre tres patas largas de madera, la máquina para sacar fotos: parece como si
tuviera un ojo enorme que brilla azulado.
“San Valentín” saca de un cajón una sábana
blanca y la cuelga del alambre que va de punta sobre una pared. La asegura con
tres broches y la estira con las palmas de las manos hasta dejarla lisa. Luego
me sienta en un banco de madera.
-Está preparada, lista para tomar las fotos -dice
mirando a la máquina y moviendo sus manos sobre los controles que tiene ésta a
los costados.
Se retira un poco hacia atrás y me mira como
tomando distancia, enciende luces y luces que no vi que estaban arracimadas
sobre la pared que está frente a mí, y dando pasos largos y rápidos se acerca y
con suavidad tuerce mi cabeza un poco y levanta mi mentón. El resplandor hace
que no vea nada.
-Mirá hacia ese cuadro que está allá sin
moverte. Es un segundo nada más – dice y se ubica detrás de la máquina.
Comienzo a ver algo: en el cuadro la gente
camina con los ojos cerrados, como dormida. Percibo un ruido metálico y las
luces se apagan. Desvío un poco la vista y está la ventana abierta que da a la
calle. Pasan personas por la vereda. Parecen dormidos, como los del cuadro.
Ahora veo mejor: están dormidos, caminan y caminan dormidos aunque no se llevan
por delante unos a otros, pero no se miran. Los árboles se corren para dejarlos
pasar. Se desplazan casi hasta el cordón de la vereda para que no los atropellen;
allí se quedan firmes sobre sus recuadros de tierra; allí ven pasar con
infinita paciencia a los hombres dormidos. De lo alto, en colaboración con el
viento, les arrojan hojas secas y crujientes tratando de que despierten.
“San Valentín”, yo, los árboles y el otoño
estamos despiertos, por eso los vemos.
VI
Estoy frente a la ventana en la pieza del
abuelo. Apoyo la nariz sobre el vidrio frío y aprieto. El perro me ve y alza
las orejas.
-Tenés que ir a sacar la
cédula, Evaristo. Ya hablé con el oficial Ratti; te espera. Son siete cuadras
nomás- dice el abuelo.
Por el reflejo del vidrio que
ya se empañó lo veo recostado en la cama. ¿Estará dormido? No, el abuelo no.
Giró la cabeza: me está mirando. El abuelo no está dormido. Dirige toda la casa
desde la cama. A veces se hace el dormido y escucha todo lo que dicen. “San
Valentín” me dijo el abuelo no se cura porque no quiere.
-No te olvides de la partida de
nacimiento-dice-, Por la tarde va a venir el médico y quiere revisarte. Por el
otoño, sabés Evaristo. Dicen que hay un nuevo remedio para tratar el asma.
-Este otoño no voy a tener
ataques- digo y me voy a buscar la partida de nacimiento.
En el camino hacia la comisaría
me encuentro con dormidos que pasan muy cerca sin verme. Algunos cruzan las
calles, otros hablan entre ellos. Detengo a uno y le pregunto por la comisaría.
Hace un gesto indefinido con el brazo como hacen los dormidos y sigue su
camino. Amontonados y apoyados unos contra otros pasan dentro de los
colectivos.
En la puerta de la comisaría
dormita un vigilante que al verme entrar bosteza y sonríe no sé por qué; y tampoco sé por qué la gente grande
se ríe de los chicos. Pero siempre lo hacen. Será porque están dormidos y no
saben lo que hacen.
Adentro están todos dormidos. Uno apoyado en el mostrador, otro sentado
ante una máquina de escribir y otro entra y sale abriendo y cerrando las
puertas.
-Vengo por la cédula de identidad- digo y pongo sobre el mostrador la
partida de nacimiento, las fotos y el sobre con la carta para el oficial Ratti
que escribiera el abuelo.
El del mostrador mira los papeles, saca las
fotos del sobre y las observa alejándolas un poco y más y más, hasta tener el
brazo estirado al máximo.
-Están bien estas fotos-dice-,
pero vas a tener que esperar un poco. Sentáte quietito en aquel banco. Antes
tenemos que hacer un reconocimiento por una denuncia a un viejo que dicen que
es curandero.
En el banco dormita una señora
que aprieta la cartera contra su pecho. Me siento al lado. Del bolsillo saco un
caramelo, lo pelo y de un golpe me lo meto en la boca. La señora se sobresalta
pero sigue dormitando con la vista fija en la puerta que está enfrente.
“Comisario”, dice el cartel de bronce que está sobre esa puerta.
Al lado de mí hay otra puerta entreabierta.
De allí llegan voces que apenas escucho. Alguien pregunta, otro responde.
Bosteza el vigilante que está
apoyado en el mostrador y bostezan todos menos yo. De pronto se abre la puerta de donde llegaban las voces
y aparece un señor alto con un uniforme impecable.
- ¿Todavía no llegaron los demás?-pregunta con voz firme.
- No, señor, todavía no-contesta el del mostrador.
- Tráigame todas las acusaciones que tomó sobre la denuncia al
curandero-dice y se va entrecerrando la puerta.
Trato de escuchar mejor
estirando el cuello hacia la puerta pero ahora no hablan. El vigilante del
mostrador cruza la sala con una carpeta en las manos y entra. Unos instantes
después, sale.
-Ese es el oficial Ratti,
pibe-dice al salir.
Sobre la pared que está detrás
del mostrador hay un crucifijo con un Cristo de bronce.
De pronto me sobresalto. Por la
puerta de entrada entran tres personas conversando entre sí. Tres hombres
vestidos con trajes y corbatas.
Totalmente dormidos van hacia
el mostrador y hablan con el que está allí que parece que los estaba esperando.
El de la máquina de escribir (que durmió todo este tiempo) se levanta y también
se ubica detrás del mostrador. Hablan. Ahora el de la máquina cruza la sala y
abre la puerta que está a mi lado. Sin soltar la manija e inclinando el cuerpo
hacia adentro dice:
-Señor, ya están todos los denunciantes.
Dicho esto
regresa rápido a su máquina.
-¡Que pasen!- dice el oficial Ratti desde la
puerta.
-¡Entren, señores!-dice el del mostrador
abriendo los brazos y acompañándolos hasta la puerta. A la mujer también.
“Por fin”, parece decir con un gesto el de la
máquina que saca un cigarrillo y lo enciende. Luego vuelve a dormitar. Después
de un rato (justo el que tardo en comer otro caramelo), saca una planilla, la
coloca en la máquina, pone mi partida de nacimiento a un lado y empieza a
escribir. Cada tanto se miran ente ellos. Por fin el del mostrador habla.
-Seguro que va a quedar detenido-dice.
-No lo podemos poner con los otros-dice el de
la máquina.
-Hay que juntar a los borrachos y al
ratero-dice el del mostrador. Vuelve.
-Ya está todo arreglado-dice y vuelve a
ubicarse junto al mostrador.
El de la máquina se levanta. Alza un brazo,
hace un gesto como de director de orquesta, aprieta desde su posición de pie
una tecla de la máquina y luego saca la hoja de papel de un solo tirón.
-Listo, pibe, ahora vení a firmar-dice.
Firmo despacio con la mejor letra que puedo.
Extiende un brazo, trae una almohadilla y coloca un sello al final de la hoja.
-Ahora, pibe, hay que tomar las impresiones digitales-dice.
Trae una tablita negra, le pasa tinta con un
rodillo y dedo a dedo va entintándolos para luego presionarlos sobre una
tarjeta. Las impresiones aparecen negras sobre la cartulina con formas circulares
que terminan en un punto central como si fuera un ojo. El ojo del dedo.
-Ahora a lavarse bien con cepillo y
jabón-dice y señala una pileta que está pasando la puerta por la que entró el
vigilante del mostrador para hacer el cambio de calabozos y pasar al loco con
los borrachos.
Entro. Hay poca luz pero algo se ve. Es un
largo corredor con varias puertas a un solo lado. Puertas cerradas y con una
ventanita enrejada en lo alto. Empiezo a lavarme los dedos restregando con el
cepillo duro. Abro la canilla y el chorro de agua sale fuerte haciendo ruido al
golpear contar el fondo de la pileta. Giro la cabeza y miro hacia ese pasillo
casi oscuro y me estremezco. Trato de apurarme en limpiar mis manos. La tinta
no sale, se desparrama. Esos deben ser los calabozos donde tienen a los presos.
Mientras me lavo no puedo evitar mirar hacia el pasillo. La primera celda está
a unos dos metros de donde estoy; la segunda algo más allá. Cuando,
entrecerrando los ojos, trato de observar la ventanita con rejas que tiene la
puerta, siento que mi cuerpo se sacude y detengo la respiración: un par de ojos
me están mirando.
Reconozco a esos dos ojos en el acto. Todo mi
cuerpo tiembla y se sacude. Casi paralizado por e miedo no puedo evitar caminar
hacia esa puerta. De mis manos sucias de tinta negra chorrea el agua fría hasta
mojar mis pies. Me acerco lentamente y detrás de ese rostro aparece una luz
cada vez más intensa a medida que avanzo.
Como si fuera un sol que deslumbra.
Conozco ese rostro apareciendo de esa forma.
-¡San Valentín!-digo temblando y casi sin
poder hablar.
-No te asustes, Evaristo, hicieron una
denuncia y me detuvieron. Todo se va a arreglar.
No puedo
hablar, no me salen palabras aunque me
esfuerzo. Muevo las manos mojadas para señalar no se que cosa.
-Esto es feo, muy feo. Andáte. No les va a
gustar si te ven aquí-dice, para luego agregar con suavidad:
-Andá a tu casa tranquilo, todo se va a
arreglar, es un error.
No sé qué
pensar, qué decir, qué hacer. Pero hay algo que me impulsa a hacerle caso. Doy
media vuelta, corro hacia la puerta y salgo. Las manos oscuras de tinta todavía
gotean agua.
Al pasar
por la sala tropiezo con el oficial Ratti que me sonríe.
-Saludos a tu abuelo. Te vamos a avisar
cuando esté la cedula, pibe-dice y me acompaña hasta la puerta.
Salto el escalón de entrada y el vigilante
que está en la puerta no se mueve: sigue dormido.
Voy hacia la plaza caminando despacio. Llego
a la escalinata del monumento y me siento: está fría, nunca me había dado
cuenta de lo fríos que están estos escalones. Miro la plaza y se me aparecen
los cuadros de “San Valentín”. Uno a uno los voy recorriendo, saltando sobre
los colores.
“No te duermas, Evaristo”, dijo. “Nunca te
duermas porque después no vas a poder despertarte más”. Recuerdo estas
palabras. Las dijo el día en que me despedía en la puerta de su casa.
Sigo saltando de color en color, de lugar a
lugar. Me veo con el pincel y las acuarelas poniendo este color y no aquél
hasta que despierto con los ojos llenos de colores míos.
“De qué color es el otoño”, pregunta “San
Valentín”, sin mirarme y con la cabeza resplandeciente.
De estos colores, de los que yo veo, de mis
colores.
Me levanto, bajo la escalinata y me voy hacia
mi casa caminando despacio.
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