Cuando
yo tenía aproximadamente un año, mis padres
se mudaron al barrio de Villa Urquiza de la Capital Federal. Era una casa
larga, casi inabarcable, de habitaciones grandes y cuadradas. Era la casa de
mis abuelos paternos y de mis cinco tíos
y tía, hermanos de mi papá. De esa época recuerdo, nítido y
brutal, el nacimiento de mi hermana, en una cama al lado de la mía. Vi nacer a
mi hermana como si alguien inflara delante de mis ojos un globo rojo.
Por
esa larga y misteriosa casa con sótanos, altillos, galpones, gallineros y gruta
llena de gatos en el jardín de entrada, desfilaron en el transcurrir de mi
primaria y secundaria, jugadores de pelota a paleta, futbolistas, recitadores,
bandoneonistas, violinistas, italianos recién llegados que se quedaban a
dormir, el fabricante de muebles Fricent y sus amantes, curas, muchos curas
probadores de bebidas y contadores de cuentos, santones y adoradores de Pancho
Sierra, de la Madre María, y más santones que pronosticaban fines del mundo y salvaciones
milagrosas para con sus seguidores, amigos de Gardel y de Charlo en persona,
todas las navidades y todas las navidades el pesebre gigante que mi abuelo
hacía en el enorme living de entrada, con cascada de agua, y mi hermana vestida
de ángel repartiendo estampitas que traía a granel el cura, todas con la virgen
y el niño y benditas, desde el 8 de diciembre al 7 de enero.
Pero luego, en los veranos, en sus noches, en la vereda de la calle Bebedero,
hoy Ignacio Rivera, paraban a discutir con mi abuelo y mis tíos, radicales,
socialistas, anarquistas, peronistas y también vecinos, mientras corría la
cerveza y la limonada y ya eran los años
50. Un día, al lado mío, murió mi abuelo y como si todo hubiera sido un sueño
de vorágine de vida sólo quedo papá, mamá, mi hermana, mi abuela y una tía
soltera y un silencio que rebotada en las paredes y se enroscaba en el alma.
Había caído Perón, se hablaba en silencio de muertos y fusilamientos y ni el
país ni nosotros volveríamos a ser lo que habíamos sido mientras yo habitaba
una enorme habitación, con una biblioteca que crecía, tenía 15 años
y una novia a la que le escribía poemas copiados del poeta Pedro Salinas, los
que yo, solitario, reivindicaba frente a las hordas nerudianas, eso sí, con un
diccionario de sinónimos cambiaba todas las palabras que podía. Después empecé
a sentir vergüenza de esa práctica y entonces nací como escritor. Esa niñez
poética y de ficción fue la matriz. Recién entraba en la juventud, de la cual,
pienso, nunca saldré.
CUADRO.sueños | MI SIGLO
Las caras de los sueños nos esperan detrás de las
sombras y suelen despertarse en muchas pinturas de Odilon Redon. ¿El sueño que
soñé anoche merece ser ...