miércoles, 4 de junio de 2014

El día y la Noche del Pintor

                                                                                         
                        I 

Amanece y abre los ojos. O amanece porque abre los ojos. La mañana en su vida es como una tela en blanco. La ma­ñana es una pregunta que va contestando, a veces, el transcurrir del día.
Amanece y es como una descarga eléctrica en el cuerpo que obliga a erguirse. La tela en blanco obliga al pintor a buscar los pinceles y los colores, como un revolver cargado dejarlos al alcance de las manos.
Se viene el mate poniendo un pie en el horizonte. Hay acción y hay gallos guapeando su existencia, también relinchos y cabeceos y los pájaros se anuncian sin solución de continui­dad.
Ya está con los ojos bien abiertos mirando desde la ventana mate en mano. El mundo circundante organiza su estética cotidiana y empieza a funcionar. Desde la ventana presiente que todos los misterios están detrás del horizonte. La luz en ese día pleno es restallante y oblicua.
La noche anterior había pensado en organizar este día. Lo hizo y se durmió. Ahora, ante la ventana, ya se olvidó todo lo que había pensado. Se deja transcurrir al ritmo y al sabor de la yerba y ese calor que baja desde la boca y templa el cordaje de las sensaciones.
Continúa observando el horizonte: dos planos, abajo la pampa, pastizales, algún sembradío; arriba cielo, azuloide por la invasión del sol. A un costado de la casa el cobertizo y murmullo de caballos queriendo participar en la exégesis de la mañana. Haciéndose notar. Buscando presencia.
Oye el ruido inconfundible de una avioneta. La ve brillante dirigirse hacia el naciente. Pronto ve un punto contrastando con la luz solar y ya no hay sonido. Solo luz y silencio. Ahora, demasiado silencio. Los colores destellan y los objetos del paisaje se enardecen.
Mira. Sus ojos tratan de penetrar tanto resplandor. Todavía demasiado para la vista de un pintor, la mañana atrapa por su prepotencia, se dice.
Coloca el atril apenas al costado de la ventana. Ubica el bastidor con la tela en blanco. Desparrama los pomos de colores y controla los pinceles. Nada especial, solo un principio incierto de organización. No más.
Sabe que algo tendrá que aparecer. Eso sí, vuelve el murmullo del motor del avión que se acerca. Pasa por arriba de su casa y se va perdiendo.
Saca el caballo del cobertizo. Lo acaricia varias veces y le otorga libertad para pastorear. Algunos pájaros se acercan a picotear alrededor. Esto ya es una escena. Pero, cómo sacarla de la trivialidad. Dónde estará el jugo de esa composición. Todavía hay demasiada luz rasante, o poca idea. Ya se verá.
Vuelve a la casa. Cambia de posición el atril unos centímetros, como para ganar tiempo. Mira por la ventana: nada. Sí, hay de todo, pero nada. Ahora el sol está más arriba y el horizonte recupera nitidez.
Entonces, ve primero como un lomo sobre el horizonte, luego, una columna blanquecina, apenas oblicua que fuga hacia arriba. Eso sí es una línea de fuerza.
El avión, naranja furioso, vuelve a pasar sobre la casa. Rumbea hacia esa desprolijidad del horizonte. Es evidente, algo pasa.
Ya no duda: hay quemazón. Siente vibrar el cuerpo. So-pesa la dirección del viento y se aquieta. Algo apareció.
Se acerca más a la ventana. Otea cómo solo lo hacen los mamíferos, estirando cuello y cabeza hacia delante.
Piensa la situación. Unos segundos. Mira la tela, el atril, los colores en sus pomos y decide. Casi corre cuando va a buscar los elementos para ensillar el caballo.
Esto no es un juego pero vale la pena, se alienta. El avión vuelve. En el horizonte el animal blanco va creciendo. Un gigante que se levanta.

Ya amarró el atril al costado del caballo, ya cargó las alforjas con los pomos y los pinceles, ya ató la tela sobre el anca. Talonea el flete y se va hacia la quemazón.
Yendo al galope tarda bastante. El animal ahora es bestia blanca y serpientes grisadas.
Precavido, se acerca lo suficiente, solo para apreciar.
Tamaño día de esplendor solar soba los colores que disfuman como no queriendo mostrar toda la verdad. Por ahora el fuego se guarda parte de su desproporción. Igual tira líneas a mano alzada, agitado, nervioso. Trata de capturar a la bestia que miente, que no larga esencia, pero amenaza, promete.
De pronto el humo gira y se le viene encima. Atosigado, minúsculo, se siente echado, castigado. Falta oxígeno y el caballo recula. Ya sabe que está demás allí. El caballo ya giró y rumbea hacia su seguridad. Él lo deja hacer. Galopan largo y tendido. Llegan sin aliento y el olor de la quemazón incrustado en la garganta. El caballo se lanza al bebedero. El hacia la casa.
Se sienta ante la ventana todavía exaltado. Trata de aquietarse de buscar algún orden. Abre la canilla y se moja la cabeza. Tose y se restriega los ojos. Vuelve a la ventana. Su brújula interior lo obliga allí. La bestia sigue creciendo.
La desmesura se apropió del horizonte, cuándo una línea larga y fina de llamas se da a conocer como un tajo soberbio horizontal. Todo su universo fuga hacia ese lugar.
Pinta sobre la tela bocetada. Pinta sin mirar más por la ventana, sin reconocer lo alrededor. El fuego ahora brota de adentro. Solo él y la tela. Pinta...

II

Lo sorprende la tarde. Por fin, cuando anochece, se dirige a la ventana.
Todo cambio. No hay horizonte. Solo la bestia que decidió mostrarse voraz en naranjas y rojos, y una negrura infinita ocupando todo lo demás.
Se deslumbra, se paraliza. No se puede mover de allí, conmovido, apichonado. No hay miedo, sí hay reconocimiento del poder de fuego de la imagen desatada, inabarcable, insondable en su preciosismo caótico y feroz.
Pero, esa fuerza obliga, azuza, talonea hasta la acción.
Saca del atril la tela anterior y coloca otra en blanco. Vuelve a pintar. Pinta, no tiene cansancio. Solo pinta. Mientras la noche opera en la realidad.

III

Ya es mediodía y abre los ojos. Da un salto y va hacia la ventana. Cielo limpio. Horizonte nítido. Sol a plomo. No hay vestigios de humo ni de llamas. No hay olor a quema.
Sobresaltado mira hacia el atril: allí está la tela que pintó a la noche. A un costado, sobre una silla, la que pintó por la mañana anterior.
Presiente y se va a ensillar el flete. Parte hacia donde vio el incendio. Al galope recorre el camino que hizo el día anterior.
Advierte el cansancio del caballo. Mide y calcula distancias. Observa todo el cuadrante alrededor varias veces. Un escalofrío le sacude el cuerpo. No hay vestigios del incendio.


No hay nada. Vaya, como si nada hubiera pasado. Sin entender, se vuelve. Piensa en las telas pintadas mientras regresa al paso a la casa. 

pintura "La quemazón" de Alberto Sorzio