Amanece y abre los
ojos. O amanece porque abre los ojos. La mañana en su vida es como una tela en
blanco. La mañana es una pregunta que va contestando, a veces, el transcurrir
del día.
Amanece y es como una
descarga eléctrica en el cuerpo que obliga a erguirse. La tela en blanco obliga
al pintor a buscar los pinceles y los colores, como un revolver cargado
dejarlos al alcance de las manos.
Se
viene el mate poniendo un pie en el horizonte. Hay acción y hay gallos
guapeando su existencia, también relinchos y cabeceos y los pájaros se anuncian
sin solución de continuidad.
Ya
está con los ojos bien abiertos mirando desde la ventana mate en mano. El mundo
circundante organiza su estética cotidiana y empieza a funcionar. Desde la
ventana presiente que todos los misterios están detrás del horizonte. La luz en
ese día pleno es restallante y oblicua.
La
noche anterior había pensado en organizar este día. Lo hizo y se durmió. Ahora,
ante la ventana, ya se olvidó todo lo que había pensado. Se deja transcurrir al
ritmo y al sabor de la yerba y ese calor que baja desde la boca y templa el
cordaje de las sensaciones.
Continúa
observando el horizonte: dos planos, abajo la pampa, pastizales, algún
sembradío; arriba cielo, azuloide por la invasión del sol. A un costado de la
casa el cobertizo y murmullo de caballos queriendo participar en la exégesis de
la mañana. Haciéndose notar. Buscando presencia.
Oye
el ruido inconfundible de una avioneta. La ve brillante dirigirse hacia el
naciente. Pronto ve un punto contrastando con la luz solar y ya no hay sonido.
Solo luz y silencio. Ahora, demasiado silencio. Los colores destellan y los
objetos del paisaje se enardecen.
Mira.
Sus ojos tratan de penetrar tanto resplandor. Todavía demasiado para la vista
de un pintor, la mañana atrapa por su prepotencia, se dice.
Coloca
el atril apenas al costado de la ventana. Ubica el bastidor con la tela en
blanco. Desparrama los pomos de colores y controla los pinceles. Nada especial,
solo un principio incierto de organización. No más.
Sabe
que algo tendrá que aparecer. Eso sí, vuelve el murmullo del motor del avión
que se acerca. Pasa por arriba de su casa y se va perdiendo.
Saca
el caballo del cobertizo. Lo acaricia varias veces y le otorga libertad para
pastorear. Algunos pájaros se acercan a picotear alrededor. Esto ya es una
escena. Pero, cómo sacarla de la trivialidad. Dónde estará el jugo de esa
composición. Todavía hay demasiada luz rasante, o poca idea. Ya se verá.
Vuelve
a la casa. Cambia de posición el atril unos centímetros, como para ganar tiempo.
Mira por la ventana: nada. Sí, hay de todo, pero nada. Ahora el sol está más
arriba y el horizonte recupera nitidez.
Entonces,
ve primero como un lomo sobre el horizonte, luego, una columna blanquecina,
apenas oblicua que fuga hacia arriba. Eso sí es una línea de fuerza.
El
avión, naranja furioso, vuelve a pasar sobre la casa. Rumbea hacia esa
desprolijidad del horizonte. Es evidente, algo pasa.
Ya
no duda: hay quemazón. Siente vibrar el cuerpo. So-pesa la dirección del viento
y se aquieta. Algo apareció.
Se
acerca más a la ventana. Otea cómo solo lo hacen los mamíferos, estirando
cuello y cabeza hacia delante.
Piensa
la situación. Unos segundos. Mira la tela, el atril, los colores en sus pomos y
decide. Casi corre cuando va a buscar los elementos para ensillar el caballo.
Esto
no es un juego pero vale la pena, se alienta. El avión vuelve. En el horizonte
el animal blanco va creciendo. Un gigante que se levanta.
Ya
amarró el atril al costado del caballo, ya cargó las alforjas con los pomos y
los pinceles, ya ató la tela sobre el anca. Talonea el flete y se va hacia la
quemazón.
Yendo
al galope tarda bastante. El animal ahora es bestia blanca y serpientes
grisadas.
Precavido,
se acerca lo suficiente, solo para apreciar.
Tamaño
día de esplendor solar soba los colores que disfuman como no queriendo mostrar
toda la verdad. Por ahora el fuego se guarda parte de su desproporción. Igual
tira líneas a mano alzada, agitado, nervioso. Trata de capturar a la bestia que
miente, que no larga esencia, pero amenaza, promete.
De
pronto el humo gira y se le viene encima. Atosigado, minúsculo, se siente
echado, castigado. Falta oxígeno y el caballo recula. Ya sabe que está demás
allí. El caballo ya giró y rumbea hacia su seguridad. Él lo deja hacer. Galopan
largo y tendido. Llegan sin aliento y el olor de la quemazón incrustado en la
garganta. El caballo se lanza al bebedero. El hacia la casa.
Se
sienta ante la ventana todavía exaltado. Trata de aquietarse de buscar algún
orden. Abre la canilla y se moja la cabeza. Tose y se restriega los ojos.
Vuelve a la ventana. Su brújula interior lo obliga allí. La bestia sigue
creciendo.
La
desmesura se apropió del horizonte, cuándo una línea larga y fina de llamas se
da a conocer como un tajo soberbio horizontal. Todo su universo fuga hacia ese
lugar.
Pinta
sobre la tela bocetada. Pinta sin mirar más por la ventana, sin reconocer lo
alrededor. El fuego ahora brota de adentro. Solo él y la tela. Pinta...
II
Lo sorprende la tarde. Por fin, cuando anochece, se
dirige a la ventana.
Todo cambio. No hay horizonte. Solo la bestia que
decidió mostrarse voraz en naranjas y rojos, y una negrura infinita ocupando
todo lo demás.
Se deslumbra, se paraliza. No se puede mover de
allí, conmovido, apichonado. No hay miedo, sí hay reconocimiento del poder de
fuego de la imagen desatada, inabarcable, insondable en su preciosismo caótico
y feroz.
Pero, esa fuerza obliga, azuza, talonea hasta la
acción.
Saca del atril la tela anterior y coloca otra en
blanco. Vuelve a pintar. Pinta, no tiene cansancio. Solo pinta. Mientras la
noche opera en la realidad.
III
Ya es mediodía y abre los ojos. Da un salto y va
hacia la ventana. Cielo limpio. Horizonte nítido. Sol a plomo. No hay vestigios
de humo ni de llamas. No hay olor a quema.
Sobresaltado mira hacia el atril: allí está la tela
que pintó a la noche. A un costado, sobre una silla, la que pintó por la mañana
anterior.
Presiente y se va a ensillar el flete. Parte hacia
donde vio el incendio. Al galope recorre el camino que hizo el día anterior.
Advierte el cansancio del caballo. Mide y calcula
distancias. Observa todo el cuadrante alrededor varias veces. Un escalofrío le
sacude el cuerpo. No hay vestigios del incendio.
No hay nada. Vaya, como si nada hubiera pasado. Sin
entender, se vuelve. Piensa en las telas pintadas mientras regresa al paso a la
casa.
pintura "La quemazón" de Alberto Sorzio
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